La presente columna la robé (robar es malo), apareció por primera vez publicada en el New York Times el 19 de febrero de 2019, hace 2 meses ya, sobre los que creo, son un par de payasos travestidos. Dos ridículos vejetes que no deberían gobernar:
El mundo compartido de Donald Manuel López Trump
Por: Diego Fonseca
WASHINGTON — El 1 de febrero, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), dijo a un periodista que se acababa la guerra contra el narco pues él había decidido buscar la paz. Unas semanas después, el presidente estadounidense, Donald Trump, inventó una emergencia nacional para apropiarse de dinero federal con el que construir su cacareado muro fronterizo.
Son dos episodios reveladores: a ambos lados de la frontera, los líderes encargados de dirigir dos de las democracias más grandes del continente crean ficciones personalísimas para consumo popular. Ni México está cerca de concluir los enfrentamientos con el narco por voluntad presidencial ni hay una crisis en Estados Unidos que no sea el mismo Trump o se frene con un muro. AMLO y Trump (el binomio Donald Manuel López Trump) parecen escribir el mismo manual, que se resume en una premisa de alto riesgo democrático: quieren construir una realidad a medida.
El gusto de los dos líderes por la inventiva no es baladí: ambos son mesiánicos. Uno cree que es el tipo más listo del mundo. El otro ha bautizado a su brevísimo gobierno como la Cuarta Transformación de México, ubicándose —sin esperar al juicio histórico— en el mismo panteón que Benito Juárez.
Este caudillismo mesiánico es un problema. En ambos está la idea de refundar la nación y en ambos predomina el amor por imponer hegemonías más que tejer consensos. Primero va el líder, luego las instituciones. Con matices, AMLO y Trump son la cabeza de movimientos enfebrecidos que han polarizado a México y Estados Unidos. En ocasiones, sus “bases” se parecen a un hato de fanáticos para los que no existe mayor verdad que la razón de sus líderes y que ven en cualquier crítica un gesto de alta traición.
Sin embargo, estos no son tiempos para mandatarios con el termostato alterado. Donald Manuel López Trump ya han demostrado su afecto a ver complós y conspiraciones en quien los mire torcido. En un momento de discursos incendiarios y sociedades divididas, si Donald Manuel López Trump dicen que cambiarán las cosas, debieran empezar por lo imposible: cambiar ellos mismos. Esto es, menos caciques y, al menos, más políticos. Estos son tiempos para seres aburridos, diplomáticos y pausados no para la agitación de líderes que creen que el mundo debe ajustarse a sus caprichos.
Por supuesto, los Donald Manuel López Trump del mundo no son producto de generación espontánea sino consecuencias de crisis sistémica: los partidos políticos se han convertido en superestructuras más ocupadas por ganar la próxima elección que convivir con sus votantes. La falta de credibilidad de los partidos ha propiciado a lo largo de toda América la aparición de caudillos: Jair Bolsonaro en Brasil, Nicolás Maduro en Venezuela o los Kirchner en la Argentina.
Lo curioso es que los Donald Manuel López Trump, que son el triunfo del personalismo sobre el sistema, acusan también fallos sistémicos. Sus gobiernos improvisan planes despreciando a los técnicos y encumbrado a los leales mientras demuelen la poca credibilidad de las instituciones —mal ganada a pulso— alimentando una suerte de democratismo basista. Si no dominan las legislaturas y el sistema de justicia, encienden a las masas para que carguen contra la oposición o los contrapesos.
¿Debiéramos estar preocupados? Sí. He aquí dos hombres difíciles a cargo de naciones en fricción y ninguno de los dos parece estar a la altura del acontecimiento: Donald Manuel López Trump están más preocupados por someter que por meterse en el complejo entramado de la política y generar acuerdos. Como ambos creen que su razón es la razón de Estado, los hechos no importan para Donald Manuel López Trump: una nación se refunda con un líder místico, no estadísticas o contraargumentos.
Pero hay un costo político, uno social y uno económico inmediatos cuando los Donald Manuel López Trump arrasan con las formas de la representatividad y el diálogo. Con la idea de que vienen a saldar cuentas con el mal pasado —el irreal Estados Unidos que ya no es grande de Trump, la muy real pobreza y exclusión del México de AMLO— profundizan las grietas de clase y alimentan un ciclo de revanchismos políticos futuros. Sus planes económicos grandilocuentes tanto carecen de mesura como de programación, estudios de impacto o proyecciones realistas. Sus promesas de cambio encallan porque les sobra mucho de utopía maniquea y les falta demasiado de factibilidad y viabilidad.
Por supuesto, mucho hay por resolver. Estados Unidos se ha tercermundizado en las últimas décadas con ricos cada vez más ricos —como Trump— y pobres cada vez más pobres. México ha reducido la pobreza y creado una clase media, pero sigue siendo una sociedad de castas, clasista y profundamente racista. Ahora bien, ¿el presente abstruso es suficiente razón para justificar la renuncia a la crítica al líder? No. Ni es sana para México la concentración de poder sin contrapesos ni lo es para Estados Unidos el permanente intento de Trump de atropellar el sentido común.
Mientras Donald Manuel López Trump dicen querer cambiar las reglas para beneficiar a las mayorías, construyen nuevas hegemonías que erosionan las capacidades de las democracias de México y Estados Unidos: Trump se salta a su congreso para cumplir una promesa de campaña y AMLO deslegitima la crítica. Y esto es grave: los hegemonismos populistas —vean a América Latina— pretenden perpetuarse pues saben que las tensiones que inflaron puede significar el ojo por ojo en un eventual recambio.
Siempre es necesaria una agenda que mejore a las naciones, pero su consagración electoral, mayoritaria o no, jamás es un cheque en blanco. Por el contrario, si ambos presidentes son los chicos más listos de la clase, deben ganar en el debate. Trump y AMLO tendrán que aceptar las diatribas de la derecha tradicional como los imprescindibles morterazos liberales. Así sean despiadados deben atender a los cuestionamientos, a la discusión argumentada y la demanda razonable: al gobierno de los mejores no se les debe tolerar mediocridad.
Si Donald Manuel López Trump creen que son la encarnación de la salvación de sus naciones, han de aprender que un estadista tiene la piel de un rinoceronte. Y que los personalismos no producen cambios sostenibles. Si quieren salvar a Estados Unidos y transformar a México, su camino debiera ser el más aburrido de todos: el lento, imperfecto y agridulce escenario de las negociaciones institucionales, la inevitable convivencia con los otros, el farragoso —pero imprescindible— proceso de construcción de consensos. Si en cambio tiran de sus tácticas mesiánicas, la derrota —de ellos y de todos— es más cercana.
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